Algo sobre despedidas… Sobre Una
Nuestro límite siempre fue el cielo, tal
vez ese fue el problema, mi problema, no
haber podido abrirlo para decirte cuánto
te quería.
Me siento a escribir, a repasar, sobre todo
a repasar cada uno de los días que nos
vimos a los ojos.
También repaso las veces que recorrí tu cuerpo como si me perteneciera.
Y sonrío.
Nos despedimos una vez, dos veces, tres
veces sin hacer caso a la victoria de la
tercera. Y pasó.
Nos marchamos.
Después lloré porque no hay manera más bonita
de limpiar el alma que el llanto.
No tuvimos que perdernos para darme
cuenta de cuánto te quise, de cuánto te
quiero, yo lo supe desde el principio.
También, que te irías primero.
Y no me importó.
Porque esa intuición rugiendo
en mis adentros me rompía las alas que
me costó tanto tiempo reparar.
Y seguí.
¿Recuerdas la noche que nos despedimos?
Había mucho ruido afuera y también
adentro de nosotros, pero nos
manteníamos en silencio como si ya nos
hubiéramos dicho todo.
Mentíamos para parecer soportables.
Y pudimos porque yo
no quería irme.
Tú tampoco.
¿Recuerdas el tamaño de mi silencio?
No hablé por miedo a que se me cayera la
lengua; mi corazón estaba ya seco y debía
cuidar al menos lo que me quedaba,
porque ni rota en pedazos dejaría de
quererte un poquito de todo lo que,
tristemente, ya te quiero.
Y me odio.
¿Recuerdas mi mano en tu pecho, en tu
capital, en tu centro?
Buscaba amarte tan fuerte que te rompieras, gritarte tan resuelto que te quedaras sordo, pintarte el mundo de verde, que te quedaras.
Y fue insuficiente.
Ahora me despido leyéndome en voz
alta y esperando que te reencuentres
conmigo.
Tal vez para ese entonces descubras que nunca te fuiste.