Carta a mi madre
En la desesperanza y la añoranza apareces cual conejo del sombrero, siempre presente en esos momentos raros y grises que la vida te pone como prueba inexorable de la distancia. Debe ser que tienes ese instinto tan propio, tan tuyo, tan único de las de tu condición.
Me hueles a kilómetros y me llamas siempre auxiliadora, siempre con esos consejos, que si mal no recuerdo me acompañan desde la infancia. Si, en la infancia yo no entendía por qué tenías que interpretar el rol del General, por qué tú dabas las órdenes mientras que los demás me agasajaban, pero claro, la tarea dura y no remunerada siempre caía en ti, los gritos para entrar a bañarme no eran de nadie más que tuyos, el forzarme a comer cuando yo sólo quería salir a jugar, el peinarme con aquellas coletas en las mañanas y salir volando para la escuela –por suerte a media cuadra- son recuerdos recurrentes.
Pero los recuerdos que no se van, son esos en los que te sentabas a mi lado porque la bruta de tu hija no entendía de matemáticas, o cuando había que llevar un dibujo para poner en el mural y ahí sacabas –quien sabe de dónde- las dotes artísticas para mí, o las tantas noches que me velabas el sueño por aquellas fiebres pegadizas. Los cumpleaños dónde inventabas piñatas y hacías aparecer por arte de magia, dulces, caramelos y pasteles aun cuando la situación no lo permitía.
Sé que siempre fui la irreverente, la contestataria, la mandona e “incomprendida”, no fui bailarina de ballet como te hubiera gustado y sé que te he dado más de un dolor de cabeza, pero algo debes tener claro: en lo más legítimo de mis sentimientos, en lo más puro de mis entrañas, no habría una vida pasada o futura en la que no te eligiese como lo que eres, la mejor madre del mundo, quiero que sepas que no necesitas desvivirte cuando voy a casa, no tienes que desarmarte para complacerme, la única felicidad, la entera y la más genuina de las alegrías es poderte ver y abrazar.
Saberme tu hija, es una gran bendición, hoy como siempre, estoy contigo a pesar de la distancia.