Ésa debe ser la razón
Empezaré este texto con una declaración que me duele hacer, que me está aplastando el orgullo como a una cucaracha, pero ya no me puedo callar más: lo extraño.
He pasado exactamente siete meses sin él, y en esos siete meses a menudo me he imaginado a mí misma sentada en un campo, con las estrellas como compañía y preguntándoles si piensa en mí, si lo que dijo en su último mensaje (leo lo que me escribe y me conmueve porque me toca hasta los huesos) es verdad.
En serio desearía voltear a ver las estrellas, tenerles la fe que les tenía de niña y que una de ellas me dijera si él ha leído lo que le escribo, y, más aún, si le ha importado… si me quisiera decir lo mismo.
Desde este lugar, desde esta fría habitación a kilómetros de él, que tal vez es fría justo porque él no está aquí, veo cómo se hace imposible que vuelva porque no quiere, porque le va bien sin mí, porque se ocupa en cumplir sus sueños. Y cada vez que conquista una nueva meta y yo no estoy ahí, lo veo más distante, lo voy perdiendo más, él me va olvidando más.
Hace unas horas me invitó a verlo, prometió cantar para mí como algún día lo hizo; pero ese hombre tiene un pedazo de cielo en la voz y si vuelve a cantarme me temblarán las rodillas, me vibrará el corazón y las sienes. Voy a hacer lo que él quiera y no porque él me controle sino porque si me pide un beso, una noche caminando en la arena, una irreversible locura de amor… me estará pidiendo hacer mi voluntad y no me podré contener.
Puede que sea ésa la razón por la que me he negado a verlo todas las veces que me lo ha pedido desde que se fue, debe ser por eso, porque por ya no amarlo… definitivamente no es.