Mamá: No te veo, pero te siento
10 de mayo… Si hay algo que odio en esta vida, es este día. Lo sé, lo sé. Pero es inevitable. Si alguien aquí leyendo esto puede entenderme, seguro que es alguien que nunca conoció a su madre. Así es mi caso. Tenía yo 3 escasos años cuando se fue de mi vida una noche y nunca pudo volver para seguir siendo mi madre en este plano físico. Crecí entonces sabiendo que ella había muerto.
Viví entonces varias etapas. Dicen que lloraba hasta dormirme esperando su llegada. Dicen que me enfermé gravemente y tuvieron que hospitalizarme unos días. Dicen que me volví callada y retraída. Lo siguiente que recuerdo es la época del colegio, en donde teníamos que hacer el regalo para el día en cuestión y el consabido festival.
No había fecha que aborreciera más, pues siempre estaba sola, en un rincón del patio con mi regalo a un lado… Y sí, adivinaron: Sola. Vuelvo a repetir que quien no lo haya vivido no creo que pueda entenderlo. Sólo haciendo un recuento de los años, puedo saber cuántos regalos se quedaron arrumbados en algún rincón de la casa. Recuerdo algunos y eso porque siempre me han gustado las manualidades. Fue una verdadera bendición llegar a la secundaria y librarme de una vez por todas de tan odiosa obligación que implicaba 10 puntos al final del año.
Recuerdo que me enojaba tanto la pregunta: «¿Por qué no vino tu mamá?» O esta peor: «Mira, ella no tiene mamá». De verdad que no había cosa que me enfureciera más que esa lástima condescendiente. Mi espíritu rebelde se negaba a aceptar lo evidente. Sé que quizá no era la manera más sensata de reaccionar, ni la más sabia. Pero también entiendan que tenía 7, 8 u 9 años. Ni siquiera sabía que estaba sintiendo. Simplemente el centro de mi vida familiar giraba en torno a la pérdida, a la ausencia que a todos nos hacía falta y sólo reaccionaba a lo único que conocía y desconocía a la vez.
Y así los años siguieron su curso. ¿Vale la pena detenerme en mi adolescencia? La verdad no, y para ser honesta, ni siquiera la recuerdo con claridad. Así que me brincaré ese penoso capítulo de mi vida y me referiré a otro momento.
Un momento que recuerdo muy vívidamente es aquel en el que una amiga muy querida falleció en un accidente de carretera. Me asusté y me sentí desesperada y pérdida. Salí de casa apresuradamente y en contra de los deseos de mi papá. Sólo quería verla, constatar con mis propios ojos que ella, mi amiga, de verdad había muerto. No quería creer que la muerte de nueva cuenta se cobraba un afecto más de mi corazón. Caminaba con prisas, sin fijarme en las calles. Y en una avenida pequeña, a punto de atravesarla, algo o alguien jaló mi hombro derecho y sólo por eso, no crucé la avenida. Al voltear no había nadie, pero en el mismo momento, un coche negro a toda velocidad pasó enfrente de mí.
A la fecha no he encontrado una explicación lógica y tangible que me indique que fue lo que sucedió. Seguí mi camino, más alterada aún. Pero de alguna manera, al subirme al autobús, entendí que ella había salvado mi vida. No me pregunten cómo lo supe o lo deduje. Sólo sé que fue algo que sentí en mi corazón y a partir de ahí, algo cambió en mi vida.
Recuerdo esa época de duelo por mi mejor amiga que había muerto, pero también la recuerdo como si algo o alguien me estuviera diciendo: «ella está contigo, la sentiste, ¿cierto?» Creo que fue a partir de ahí que de verdad empecé a explorar un poco más la espiritualidad, que nunca había significado gran cosa en mi vida, a pesar de haber sido educada en un colegio estrictamente católico.
Y empecé a fijarme más en esos pequeños acontecimientos cotidianos que al final del día parecían no tener explicación. Pasó un largo tiempo antes de que volviera a experimentar algo similar, pero la segunda y tercera y cuarta vez ya no tuve dudas. Ella estaba conmigo, siempre lo estuvo y no fue hasta que tuve la suficiente madurez que pude sentirla.
A veces creo que no hay palabras para describir esa sensación de paz que tengo cuando hay un problema en mi vida, cierro mis ojos y sé que ella está ahí. A veces no dice nada, pero su sola presencia es reconfortante y saber que no estoy sola frente a mis dilemas, es un gran alivio.
Con los años he podido aceptar que por alguna razón las cosas así habían de suceder, que soy el resultado de mis vivencias y también de mis muchas carencias. Pero de algo puedo estar más que segura hoy en día: ella me dejó físicamente, pero se mantuvo en otro plano diferente al nuestro y con su amor de madre, nunca pudo irse realmente y siempre ha estado en mi vida y en mi corazón, cuidándome y rondando cerca.
Tengo amigas queridas cuyas madres se han ido. Quisiera decirles a ellas que entiendo a la perfección su dolor y el vacío que sienten en su corazón. Pero también quiero decirles que a pesar de ese dolor que nunca se va, que entiendan que lo que se va es un cuerpo físico, material. El espíritu de una madre nunca se va y que si cierran los ojos un momento, podrán sentirla y el consuelo llegará al fin.