Nunca dejes de sonreír…
«Katia, nunca dejes de sonreír ni siquiera cuando estés triste, porque nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa». Alguien me recalcó esas palabras alguna vez y con la cabeza baja me quedé quieta, sin decir ninguna palabra, fue el tiempo en que despedí personas de mi vida, de esas que se van porque tienen que irse, de esas que entre promesas dichas y no cumplidas te embarga aún un momento la tristeza, pero luego tomas valor a las palabras y sonríes, asombrosamente sonríes no para esperar que alguien se enamore, simplemente para sentir que la tristeza nunca puede abarcar mas allá de lo debido en nuestra propia vida.
En pláticas vespertinas le pregunté a mi padre: ¿por qué suceden esas cosas?, él en tono serio, de esos que tienen los señores de antes, me dijo: «ten por seguro que si yo supiera por qué la tristeza en ocasiones nos visita, trataría entonces de encontrarla allá a lo lejos y la persuadiría a que no visite a alguno de ustedes, entonces te evitaría momentos tristes y trataría de darte momentos alegres»; por un momento el silencio se hizo presente y luego sonreímos, diciendo mi padre, “pero como no puedo y de esos momentos viene la fortaleza solamente puedo decirte que nunca dejes de sonreír”.
Siguiendo con la charla observé detenidamente a mis hijos y entendí entonces que un padre no nace sabiendo ser padre, sin embargo cada quien lo aprende a su manera y aprende que los hijos el día de mañana serán o el firme retrato de su juventud o la templanza de su vejez; que un padre pagaría lo que tiene en la bolsa y hasta se endeudaría de ser preciso, por que su sangre nunca padezca esos por menores, daría entonces años de su propia vida, por más sonrisas de esas francas y sinceras que tenemos aún en tiempos diferentes y que aun sabiendo todo esto, siempre estará ahí para sus hijos.
Aprendió a ser mi amigo, de esos que te regañan y quieren tomar el papel de padre, pero luego de analizar las situaciones regresaba entonces al papel de amigo y lo más importante: confió en mí. De manera muy peculiar me mostró cada una de las ciudades que me faltan por conocer, logrando sentirme identificadas con cada una de ellas, y se apoyó en mí en el ocaso de sus días, entendió que para vivir la vida debía aprender que las condiciones cambian y entre ellas, ya no era mi padre, sino que se convertiría en hijo de su propia hija y cuando lo cuidé me dijo que nunca dejara de sonreír aun cuando estuviera triste, porque no sabía quién podía enamorase de mi sonrisa.