La carta amortiguada de un viajero
Empezaría esta carta con el recurso barato de aludir al tiempo; ya sabes: el “un día como éste” que fue el año pasado, veintinueve de mayo (el día en que me fui). Solamente haría aquello para ver si aguanto mejor el peso de mi decisión y de esto que te escribo. ¿Sabes…?, no quería hacerlo -¡ja!-… pero lo acabo de hacer, y lo hecho, hecho está. Da igual.
Es curioso pensar en la relatividad del tiempo y en lo que pasa en la vida de un ser humano en un plazo tan corto… Hace ya un año que me fui de México, y la verdad es que no lo extraño. No extraño a los oficinistas desganados, ni a la contaminación que hace lluvia con olor a azufre… no extraño los carros sinfónicos mañana, tarde y noche, ni extraño siquiera el olor a vago con perro que se percibía en toda “cualquier esquina” del país. Lo sé, lo sé… sueno como un citadino frustrado -¿qué acaso no lo soy?- que no conoce otra cosa más que su rancho, pero lo digo en serio. Es bastante más agradable acá, francamente… aunque, de vez en cuando, pienso que estaría mejor si estuvieras aquí.
Me gustaría ponerme un poco cursi a estas alturas de la carta, y recordar lo que vivimos juntos, como cuando jugábamos a perdernos en los pasillos largos de las plazas o cuando gustábamos de girar juntos después de la lluvia, sobre las calles resbalosas como anfibio mientras esperábamos al camión…
Si sirve de algo decirlo, te confesaré que, en el último momento, casi decidí quedarme. Te imaginé sonriendo, con esa boquita de ángel que te hace parecer muñeca y por poco se me parte el alma más de lo que están ajados mis pantalones de cholo. Ahora no los uso, por cierto; ya uso siempre camisa y mezclilla bien ajustada –¡qué ironía!- , pero hablo de los pantalones cholos porque sé que te gustaban, y para que te des una idea de lo que busco decirte. Aunque esté acá, me dueles como si no tuviera ya una nueva vida completamente construida y fueras la única cosa que vale la pena.
Ah… qué va… de vez en vez se me sale una lagrimita al recordarte. La verdad es que han pasado doce meses, pero te sigo sintiendo como si apenas nos hubiéramos perdido. Por eso te escribo esta carta, para dejar de facto que me dueles y que por tanto, de verdad te quise. Te la escribo para que no pienses cuando leas la última línea que te olvidaría fácil, y que no me va a afectar en nada el haber decidido Roma en lugar de a ti. Cuando me fui a comprar esa bolsa de cartero que te había dicho hace varios meses que quería para viajar, casi lloro en el mostrador porque sabía que justa y precisamente en ese momento, en lo más intrínseco de mí, la decisión ya se había tomado: que me iría. La decisión sí que la tomé entonces, y tú sabes que el núcleo es siempre lo más importante para decidir.
No te diré que me arrepiento de haberme ido y dejarte allá sola, con la gente que a ninguno de los dos nos gusta. No te diré que prefiero los paseos en fines de semana a Chapultepec que los viñedos en los cerros a los que luego me escapo. No te diré que te extraño demasiado, porque no quiero hacer que lo creas, porque sé que te duele y porque decirlo me dolería más a mí. Sí. Me dueles… Ah… pero no tanto para volver. Sería actuar como eufemista si te dijera lo contrario. Sé que debería tener al menos un poco más de vergüenza –o de respeto-, pero no puedo decirte que me sigo tomando en serio, por ejemplo, esos anillos de vidrio que nos compramos en Coyoacán y que usamos para prometer que nos casaríamos cuando volviera. Lo sé, sí… sí los guardé por si volvía, pero no volví. No creo hacerlo nunca.
Como sea, me hiere esta distancia desde la que te escribo y me cala este cordón que nos ata como tendones a un músculo mismo, y que hace que cualquier movimiento demasiado distante o demasiado rudo me haga pegar un gritito que me aumenta el vacío hasta los huesos. Cierto es que llevo un hueco; este huequito donde te llevaba a ti… pero ahora, no te llevo más. Es cierto que te extraño, sí… pero camino.
Lo sé, lo sé… Fui yo el que decidió dejarte ahí, junto con todo, con todo y mis memorias, las memorias que había decidido extraer de mí como si fuesen cassettes. Sé que no es, tal vez, la manera más adecuada de decirte las cosas, pero es la única que se me ocurriría:
Quiero guardar en mi memoria esos “cassettes”, pero también quiero guardarlos en la tuya y dejarlos ahí por si vuelvo… espero que me entiendas. No quisiera irme en definitiva sin decir adiós y por eso escribo esta carta –sé que suena absurda y que así la leerás-. La verdad estoy lo suficientemente bien acá. Estoy como una piedra salada en medio del mar y no creo salir. Sólo espero que puedas comprender, que todo esto que te digo no quita que seas la persona a la que más he amado, y que si nos llegásemos a encontrar… sí que me casaría. Pero ya ves cómo es la vida y por eso no te prometo nada que crea imposible.
Por ahora y hasta pronto, eso es todo. Que te vaya bien. No esperes que te envíe otra carta, porque no lo haré: sigo aprendiendo a escalar sin ti.
Guardé en un sobre negro lo mejor de nuestra historia y lo envié. Si llegó o no, nunca lo sabré.
Atentamente: Un viajero queriendo amortiguar el precio de crecer.